El hundimiento de una cristiandad - 2/2

Mucho más certero -por doloroso que sea- es el diagnóstico con el que Rogier abre el volumen correspondiente en su Nueva historia de la Iglesia:


“Conocida es la parábola del hombre malvado que vino de noche a sembrar mala hierba entre el trigo. Muy edificante, pero no tiene aplicación en el caso de las relaciones entre la Ilustración y la fe. La situación histórica no presentaba una colectividad fervorosa de fieles, por un lado, y por otro, unos audaces asaltantes atacándola desde fuera: Voltaire con su consigna de aplastar a la infame, Diderot y la Enciclopedia, D'Holbach, Helvetius, La Matrie y Volney, que declaraban quimérica toda religión. De hecho, todos esos hombres salieron de su propio seno; crecieron en su atmósfera como alumnos todos ellos de los jesuitas. No atacaron por sorpresa a la comunidad cristiana del siglo XVIII; procedían de ella y hasta podían creerse intérpretes suyos. Los libros no descristianizaron a Francia y los restantes países de Occidente; la descristianización tomó forma en los libros, pero lo que estos sacaron a plena luz se había venido propagando en la sombra desde hacía mucho tiempo. Incluso antes de que finalizara el siglo XVIII era ya perceptible un enfriamiento progresivo de la vida de fe. Para muchos, en el siglo XVIII, la religión, más que en unas convicciones, consistía en una sumisión a los poderes unidos de la Iglesia y el Estado, en la conformidad con un conjunto de tradiciones, de normas, de convencionalismos que evitaban la quiebra del orden social.

Durante el siglo XVIII la vida cristiana no produce una impresión de heroísmo, ni siquiera de fervor. Ocurría como si en ese siglo se hubiera suprimido cualquier impulso en el catolicismo: por temor al quietismo se suprime toda mística; para no caer en el rigorismo, la vida se desliza hacia el laxismo. Es la devoción del justo medio y de las pequeñas obligaciones. Semejante devoción no podía ofrecer nada a quienes, como decía Santa Teresa, están hechos para algo grande en el odio o en el amor, para ser grandes pecadores o grandes santos. Entre los obispos y otros eclesiásticos de posición elevada, la práctica religiosa tenía el aspecto de un convencionalismo vacío. Las órdenes monásticas ofrecen durante el siglo XVIII una impresión general de estancamiento y desánimo. Ciertos autores culpan a los “filósofos” de esta tibieza religiosa. Parece que con ello no se hace otra cosa que jugar con las palabras. En efecto: cuando se atenúa el entusiasmo de la práctica religiosa, cuando se enfría el fuego que caldeaba los corazones, se han sentado las condiciones propicias para un deísmo vacío, fe sin altura ni profundidad, tan tolerante como difusa”.

Duro es este diagnóstico y probablemente exagerado, sobre todo por lo que tiene de generalizador (ya que de hecho en la Iglesia del XVIII -como en la de todos los siglos- existían simultáneamente muy diversas temperaturas), pero puede aceptarse como sustancialmente válido en su presentación de uno de los siglos más tristes, en los que una Iglesia anémica tuvo que enfrentarse con un giro que, sólo con un siglo de retraso, está logrando asimilar.

Y dura realidad para los cristianos que tuvieron que vivirla. Es precisamente esta realidad la que hace doblemente meritoria la aventura cristiana de quienes la vivieron. ¡cuánto más simple y cuánto más brillante habría resultado todo para María Rafols de haber vivido en la hora ardiente del XVI español de Teresa de Jesús, o, simplemente en el renacimiento que medio siglo después que ella vivirían Antonio María Claret y la estupenda cadena de santas fundadoras que esmaltó la segunda mitad del XIX: María Micaela del Santísimo Sacramento, María Molas, Soledad Torres Acosta, Vicenta López y Vicuña, Teresa Jornet, Rafaela del Sagrado Corazón y varias otras. A María Rafols le tocó literalmente la peor parte: nacer en un invierno y florecer en un desierto. No son los hombres quienes eligen cuándo y dónde han de nacer. Y es tal vez eso lo que hace más importante la labor de los pioneros y los portaestandartes. Aunque las más de las veces no sean ellos quienes disfrutan del gozo de la victoria.

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